Todo comenzó un día de mayo, mientras leía en la oficina a cerca de los proveedores asiáticos de salmón de tipo azul. El salmón es una variedad de pez bastante apetecida por estos lugares, su especial sabor y calidad, así como su difícil importación hace de este un producto costoso.
Yo era un recién llegado al cargo y a penas me estaba acostumbrando al papeleo en la dirección de recepción para las materias primas importadas, entre estás venía un cargamento de salmón con unas inscripciones que, para alguien poco conocedor como yo, eran rusas. No sabía que los rusos criaban ese tipo de animales para su importación. En fin, no le di importancia. Pasados los días me di cuenta que varios de esos productos tenían un registro de salida de un lugar llamado Hyargas Nuur, nunca había oído a cerca de ese lugar. Abrí google earth y busqué. Mongolia.
Nunca imaginé que lugares como Mongolia tuvieran una diversidad en fauna tan grande que les diera para exportar salmón azul, empezando porque ni siquiera tienen acceso al mar. Me fui a casa pensando en investigar más al llegar. Leí crónicas, historias, me empapé lo mejor que pude y me obsesioné. Me enteré de que la región de Uvs hacía parte de un antiguo mar interior y que todos sus lagos eran los vestigios de ese mar, comprendí que Mongolia era más que estepas y desierto, que su cultura es diversa y va más allá de los despojos de un viejo imperio sometido por el tiempo y las palurdas ideologías del siglo pasado.
Me sorprendió saber que a pesar de su tamaño la población se concentra, en mayor parte, en la región central, que la mayoría de sus territorios eran vírgenes y las personas eran libres de vagar por ellos como antaño se podría en el resto del mundo, un paisaje casi detenido en el tiempo. Debía ir, debía conocer.
Averigüé mucho a cerca de como llegar, a donde ir, lugares de interés y turismo ecológico -siempre he sido un fanático de la naturaleza- y decidí que la mejor forma de conocer el país era atravesándolo cuan nómada en las estepas, la única forma de vivir la experiencia completa era imitándolos, al estilo mongol. Supe de vuelos desde algunos lugares en Rusia central que ofrecían la experiencia de volar en un viejo avión de la era soviética y aunque tenía la opción de un vuelo directo a Ulan Bator en un 747, decidí tomar la primera opción, el ansia de aventura me hacía hervir la sangre.
Era la hora del viaje, como era de esperar, no tenía planes de quedarme en un hotel ni comer en restaurantes, llevaba dos maletas llenas de comida, víveres, pertrechos en general. Carpa, silla, cuchillo y chispa, la aventura de mi vida. Era 10 de agosto, la época perfecta, el deshilo casi recién acontecido me daba la ventaja sobre la estación, me manejaba en mi clima natal, aquel clima templado con poca humedad que hace sentir el ambiente frío pero acogedor. Aterricé en la ciudad de Khovd, una pequeña ciudad cerca de la frontera occidental, que bordea China. A pesar de su pequeño tamaño es la capital de tres regiones occidentales del país.
Estando allí me hice con una pequeña guía turística en inglés, aprovechando el conocimiento de los locales. La revisé mientras esperaba que descargaran el avión y poder recoger mi equipaje, leí varias historias de turistas ingleses y españoles, que habrían tenido experiencias encontradas, pero lo que mas me gustó fue la oportunidad de estar allí y darme cuenta, poder comprobar quien tenía razón y quien solo un mal día. Empecé mi viaje desde Khov hacia Ulan Bator, donde finalmente tomaría una noche de largo descanso para al otro día subir al avión y volver a mi hogar.
1.374,36 kilómetros de estepas, desierto y lagos me separaban de mi destino. Alquilé un auto y cargue mi teléfono satelital, me eche a andar. La carretera que va hacia el sur-oriente de Khovd es la que lleva a Ulan Bator, se encuentra en muy buen estado para ser una carretera casi desierta. Largas rectas favorecieron mi primer tramo de viaje. A un promedio de 80 km/h condujé al rededor de 6 horas y recorrí cerca de 500 kilometros de mi travesía, era hora de descansar.
La mayor parte del recorrido hasta aquí consistió en un paisaje semi-desértico, pero no abrazador ni mortal, el aire fresco de la descontaminación me hacía sentir vivo, la primera media hora la manejé entorno al gran lago Havas Nuur, una vista hermosa, un oasis en medio del desierto. Viendo el paisaje y escuchando música que contrastaba con el ambiente, se me pasaron las seis horas en un abrir y cerrar de ojos. Cuando menos pensé me encontraba en las famosas montañas Atay, que marcan el comienzo del gran desierto del Gobi. La vista maravillosa, era perfecto lugar para acampar, montar una estufa y disfrutar.
Ese día terminé mi viaje a 2250 msnm. Pasé la noche viendo el cielo estrellado, muy buena vista cuando ya las has olvidado, cuando no se ven las estrellas desde la ciudad, me hizo recordar porqué amo la naturaleza, por su simpleza y la belleza que dentro de esa simpleza se esconde. Al amanecer saqué algunas fotos, respire profundo el aire fresco de las montañas y seguí.
La segunda parte de mi recorrido se tornó más difícil, solo pude recorrer la mitad de lo que hice el día anterior, en el mismo tiempo. Después de pasar la ciudad de Altay -que es una típica ciudad mongol, un par de construcciones en el centro rodeadas por varios gers con cercas- la dicha de la carretera pavimentada termino y me adentré en la ruta abierta hacia la Ciudad Roja. El camino estaba lleno de baches y senderos confusos, pero el paisaje era increíble, de nuevo. Seis horas más de viaje y me encontraba exhausto, por la cantidad de obstáculos que tuve que sortear en mi camino.
Del paisaje desértico pasé a unas suaves estepas y encontré las primeras señales de vida en kilómetros. Los ganaderos nómadas con sus animales pastando y las yurtas armadas, dejando ver pequeñas nubes de vapor salir por el centro... el aroma a especias y leche llegó a mi nariz limpia por el aire puro de las montañas. Me enoncontraba casi 1000 metros más abajo de donde comencé en la mañana. Era fascinante como en un solo día había cambiado todo mi entorno, este país me envolvía cada vez más.
En estas estepas verdes me detuve, dispuesto a plantar mi carpa y empezar a abrir mis suministros, cuando de un ger cercano noté que se dirigían hacia mi un grupo de personas, todas sonrientes y con paso amable. Al llegar, varios de ellos me saludaron en mongol, cosa que no entendí, pero el padre de aquella familia, convenientemente conocía el inglés y entablamos conversación. Nada que me esperara fue lo que ocurrió allí, me invitaron a pasar a su ger y pasar la noche allí. Me sirvieron una deliciosa sopa de especias con leche de yak fermentada -un poco fuerte, pero de buen gusto- que reanimó mi estomago.
Pasamos la noche al rededor de la fogata, hablando y compartiendo historias de viajes, viendo las estrellas y el paisaje, el calor de hogar fue increíble. Me sentí como en casa. Ulgi, como se llamaba aquel hombre, me contó su historia. Solía ser un guía turístico, comenzó su carrera en el 94, pero unos años antes sufrió un accidente que le impidió seguir trabajando, aún así lleva una buena vida y con lo de su pensión adquirió un ger más grande, 4 cabezas de ganado y algunos camellos pequeños. Con el tiempo su propiedad fue aumentando y ahora tiene varias reces y caballos. La vida simple y tranquila hace de estas personas felices.
Era hora de retomar el viaje, me despedí de Ulgi y su familia, no sin antes dar un presente por su cortesía hacia mí. Me dijo que pronto la carretera se volvería a adentrar al Gobi, y me alejé. Efectivamente, después de un tiempo el paisaje se tornó desértico de nuevo, algunas platas y arbustos se veían de vez en cuando a los lados del camino, pero nada fuera de lo común. Cuando ya todo se estaba poniendo monótono en el auto me di cuenta que me acercaba rápidamente por la planicie a un grupo de gers blancos. Al llegar allí noté que estaba en la rivera de un pequeño río y algunas personas acampaban allí.
Para mi sorpresa no se trataba de nativos mongoles, sino de un grupo de exploradores italianos que habían llegado hasta allí por el mismo motivo que yo, el amor a la aventura, pero ellos viajaban inspirados por una expedición de ciclistas que viajaron desde Italia a Mongolia en bicicleta y la atravesaron en su totalidad. Estaba fascinado. Me detuve un rato, pues llevaba viajando un par de horas. Hablé con los italianos que me informaron de estar frente al pequeño río Boom Tsagan, llamado así pues su corto afluente, que nace en las montañas Khangay nuruu, termina en el la Boon Tsagan Nuur, que se encuentra a unos 30 kilómetros al sur de mi ubicación en ese momento. El río solo se puede cruzar cuando su caudal baja, en este momento era seguro y no existen puentes, pues como pude comprobar en el mapa, no está registrado en la sección de recursos hidrográficos del país.
Crucé el río y manejé durante horas, pasé por el pequeño poblado de Bayanhongor, que le da el nombre a la región. No hay mucho que decir acerca de estos pequeños pueblos, pues su característica general es que están conformados por grupos de yurtas en torno a un centro de cemento. Había ya dejado el paisaje desértico de nuevo atrás y me encontraba entre pastos. Una carretera en contrucción al lado del camino de tierra me hace pensar que el desarrollo llegará pronto a estas zonas, pero no sé que tanta aceptación tenga. Si hay algo que he aprendido acá es que la cultura y las costumbres son muy arraigadas en los pobladores de este bello país.
Increíblemente, llegando al final de mi viaje de ese día, descubrí algo que no creí ver en Mongolia: ruinas. Un antiguo templo abandonado a un lado de la carretera adornaba el paisaje estepario. Me hizo recordar que hasta en el lugar más recóndito de la tierra ha habido alguna vez alguien y alguna vez ese lugar significó algo para ese alguien. Recuerdos, momentos felices y tranquilos. Me detuve y entré allí y descansé. Un lugar lleno de paz y silencio, tranquilidad total. Lo cierto es que este olvidado lugar me sirvió de albergue por un rato y la vida que en el habitó se ve reflejada en su rústica belleza. Al final del trayecto en este tercer día me encontraba 312 kilómetros más cerca de mi destino.
Dormí toda la noche con el pensamiento de cuanta distancia quedaba de viaje. Había recorrido mucho y sentía que esos tres días se multiplicaban en semanas, estaba cansado pero contento, todo lo que había visto hasta ahora confirmaba que había acertado en mi decisión de viajar a Mongolia. Cuando empece a rodar de nuevo por la carretera no pude evitar pensar que este viaje, que hice solo desde el occidente lejano, marcaría para siempre mi vida de una manera positiva y dejé a un lado toda preocupación del pasado, la paz interior que sentía alegraba mi corazón.
Los paisajes rústicos de las estepas están plagados de pequeñas maravillas, la visión constante de las montañas en el fondo y cientos de metros de planicie me hicieron sentir que iba siempre hacia adelante, cuando en realidad bajaba con un porcentaje de declinación del -0,5, casi imperceptible. Cruce por un caserío llamado Arvarkheer, cuyo edificio más grande era una discoteca-al parecer los mongoles saben divertirse con la música de los 80' pues el ruido de adentro me hizo recordar a aquellas estrellas del pop-rock de la época-. El camino empezó a pasar de escabroso a pavimentado nuevamente y me adentré en las praderas.
Caballos sueltos corriendo libremente, gers a lado y lado del camino, gente amigable y trafico más abundante pusieron en mí la idea de que el viaje estaba cerca de terminar. Motocicletas, camionetas de la era soviética, automóviles y gente por doquier. No era como en mi país, pero si era algo inusual a comparación de los días anteriores. Piedras ornamentales se encontraban de vez en cuando, decoradas con pinturas que parecían rupestres.
Grandes rectas dominaban el camino, la velocidad promedio volvió a estar sobre los 80 km/h y el aroma a ciudad se sentía en el aire. Finalmente Ulan Bator se dibujaba en la distancia. Cuando finalmente arribe al Héroe Rojo -que de rojo no tiene sino el nombre- noté que era una grandísima reunión de yurtas entorno a un centro urbano pequeño. La ciudad no era la gran cosa, pero si tenía varios puntos de interés muy buenos, la Universidad Nacional de Mongolia, la plaza Sukhbaatar, el edificio del parlamento que alberga el gobierno, coronado por una estatua del Gran Khan, custodiada a su vez por las estatuas de su hijo y su nieto, los Grandes después de él. Una gran carpa en medio de la ciudad, un circo. Fascinante, ciertamente.
Allí terminó mi gran viaje, en la vieja ciudad, visitando sitios de interés, comiendo un bocadito aquí y otro allá de algunos platillos típicos deliciosos, gente feliz y alegre por doquier. Es un país increíble, lleno de cosas hermosas para ver y disfrutar, la tranquilidad que dejó en mi y con la que vuelvo a mi viejo terruño me ha servido para ver la vida desde otra perspectiva. Es cierto que no está mal tener bienes, dinero y otras cosas que el trabajo arduo nos deja, pero ciertamente el retiro a la vida sencilla y primitiva llena el alma de calma y la cabeza limpia de cualquier pensamiento turbio.
A todo el que lea esta crónica le recomiendo, que si alguna vez tiene la oportunidad de viajar a este maravilloso país, vaya, no pierda tiempo en pensarlo, es delicioso, rico en naturaleza y paisajes. Mongolia : ¡Increíble!
Por: Hernán Salazar Rueda,
Viajero y aventurero.
Por: Hernán Salazar Rueda,
Viajero y aventurero.
Para: mongoliatogo.blogspot.com
Un viaje a Mongolia en vídeo, refleja mi propia experiencia en el País.
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